lunes, 23 de agosto de 2010

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Tomás Eloy Martínez, desde el más allá, nos recuerda que después de Trelew, la sangre derramada no se podía negociar.


Regreso a Trelew

Trelew no se parece en casi nada a la ciudad que era hace 35 años, cuando la vi por primera vez. Su población se ha multiplicado cuatro veces: de los veintiséis mil habitantes de entonces a los casi cien mil de ahora. En el centro abundan los cafés, los negocios atareados, los turistas que tratan de acercarse a las ballenas en el océano próximo. Sólo no han cambiado las ondulaciones que separan el casco urbano de la estepa, el té de la tarde que los galeses dejaron como una costumbre de siempre cuando colonizaron la región en 1865, las siestas inevitables.

El aeropuerto de 1972, donde se refugiaron y se rindieron sin condiciones los diecinueve guerrilleros fugitivos del penal de Rawson, ya no está donde estaba. El nuevo es un imponente conjunto de dos plantas situado en el camino a Gaiman, siete kilómetros hacia el Oeste, en vez del modesto edificio que antes desafiaba la soledad quince kilómetros al Este, cerca del mar.

A las pocas horas de llegar tuve que declarar como testigo ante el juez federal Hugo Sastre por un libro que publiqué en 1973, La pasión según Trelew. Allí se relata la fuga en masa de 115 guerrilleros desde Rawson, el 15 de agosto de 1972, el fracaso de casi todos en alcanzar a tiempo el avión de Austral capturado por sus compañeros en Comodoro Rivadavia, y la rendición sin condiciones de los diecinueve que llegaron tarde y se quedaron en tierra, mientras los otros rezagados volvían a la cárcel.

Los que se rindieron fueron sacados de sus celdas la madrugada del 22 de agosto y ametrallados por los oficiales de la Marina encargados de su custodia. Así lo recuerda Trelew, el documental de Mariana Arruti que vi el día del 35° aniversario. Pocos relatos de esa tragedia sin drama –o de cualquier tragedia en general– me han parecido tan ascéticos y a la vez tan conmovedores. Arruti logra el prodigio de restablecer el pasado tal como fue –el pasado en sí que Proust aspiraba a resucitar– desplegando con prolijidad imágenes de los noticiarios, declaraciones de testigos y retratos silenciosos de los lugares tal como el tiempo los ha dejado.

Antes de la tragedia: los presos que se habían fugado se entregan en el aeropuerto de Trelew, el 22 de agosto de 1972

En sus primeros minutos, Trelew relata la solidaridad que poco a poco despertó entre los habitantes comunes de la ciudad cuando los primeros presos políticos llegaron al penal de Rawson y cómo se crearon amistades imposibles entre los que ya estaban en la ciudad y los familiares que iban llegando de lugares distantes con medicamentos y ropa. Casi en seguida, la película se detiene en los preparativos de una fuga en masa que parecía empresa de locos y que fracasa a última hora por una señal mal comprendida. Es el mejor momento de Trelew. En la narración de Arruti hay un despojamiento visual y un ascetismo expresivo que hace pensar en Un condenado a muerte se escapa, la obra maestra que Robert Bresson dirigió en 1957. Los detalles de los muros, de las escaleras descascaradas, de las celdas sin nadie, tienen una densidad casi metafísica.

Cuando me propuse narrar esa fuga en 1973, Ana Wiessen, una de las guerrilleras que esperaban a los fugitivos en Trelew para llevarlos al aeropuerto, me dijo que, al no verlos llegar a la hora convenida, tuvo “un pensamiento judío”. “Los judíos –explicó– siempre comparamos los signos que nos envía Dios con otros signos más terrenales para averiguar si aquéllos son falsos. Pero también Dios puede querer engañarnos. Por lo tanto, Dios nos ha engañado, me dije. Y ése fue un verdadero pensamiento judío.” Ana Wiessen hablaba en tiempos inclementes. Todo lo que entonces decía podía incriminarla, devolverla a la cárcel, arrastrarla a la muerte.

La película de Arruti lleva esa duda metafísica más lejos, porque la transforma en culpa. Uno de los responsables de transportar a los fugitivos, Jorge Lewinger, confiesa que interpretó mal las señales que le daban desde el penal, o que las confundió, y que ese error no ha dejado de atormentarlo. Trelew reúne, por fin, los testimonios de mucha gente que se había negado a hablar. De hecho, cuando emprendí la investigación para mi libro de 1973, me dijeron que Jorge Lewinger había participado en la fuga pero que hablar podía costarle la vida. Y no hay libro en el mundo que valga la vida de un solo ser humano.

Tanto el juez federal Hugo Sastre como la película de Mariana Arruti cuentan que la Marina sigue negándose a colaborar en la investigación. Nadie ha querido echar luz sobre un grave episodio de sangre que sigue atribuyéndose al descontrol de dos o tres oficiales navales durante la madrugada del 22 de agosto. Hubo dieciséis muertos aquel día –y casi todos ellos fueron rematados por una descarga final–, más tres sobrevivientes que inculparon a esos oficiales antes de que los tres desaparecieran a su vez, años más tarde, en los campos de tormento de la dictadura. Acaso los señalados tengan una versión indulgente de lo que hicieron pero, mientras sus camaradas de armas callen, los habitantes de Trelew y los que escriben esa historia seguirán creyéndolos culpables.

Más que los relatos de la fuga y de la matanza, que todavía arrebatan el corazón de tanta gente, lo que sigue impresionándome es la simetría entre lo que sucedió la madrugada del 22 de agosto de 1972 en la base naval y lo que padecieron los habitantes de Trelew cuarenta días más tarde. Al amanecer del 11 de octubre, aquel mismo año, diecinueve ciudadanos fueron detenidos en el viejo aeropuerto por las patrullas del ejército que habían invadido las calles y bloqueado las salidas hacia Rawson, Puerto Madryn y la zona de las chacras galesas. Ninguno de esos prisioneros era digno de sospecha. Se trataba de militantes pacíficos de partidos políticos que actuaban en la democracia, profesores secundarios o universitarios, dirigentes sindicales y hasta un intendente radical recién elegido Algunos de ellos ni siquiera sabían por qué los llevaban, con las manos atadas a las espaldas, hacia un campamento improvisado junto a un avión Hércules C-130. Las cifras, quizá por azar, son simbólicas: dieciséis prisioneros cayeron en la base naval; tres sobrevivieron a la matanza. Cuarenta días más tarde, de los diecinueve rehenes a los que levantaron de la cama en medio de la noche, tres fueron liberados sin explicaciones a las pocas horas. Los otros dieciséis fueron enviados a la cárcel de Villa Devoto.

Llegué a Trelew en esos días y fui testigo de la indignación con que la ciudad entera respondió al arresto de algunos de sus habitantes. Más de tres mil personas –la décima parte de la población– colmó durante una semana la sala del teatro Español desde el amanecer hasta la noche para reclamar la devolución de sus presos sin causa. Nadie dormía. La gente comía en los asientos de la platea, florecían las asambleas y los discursos. Allí encontré, convertida en una Pasionaria patagónica, a Teresita Belfiore, una compañera de la Escuela de Letras de Tucumán, que enseñaba Lenguas Clásicas en el Instituto Universitario de Trelew. Se cantaban sin tregua poemas compuestos al calor de la vigilia, se leían mensajes de solidaridad de los pueblos vecinos. Salvo en la Patagonia misma, ya casi nadie se acuerda de aquella rebelión espontánea, desatada por ciudadanos de a pie. Es, sin embargo, una rebelión ejemplar. Demuestra la fuerza que puede tener un pueblo entero cuando lo enciende una causa justa.

La matanza de Trelew cambió los vientos de la política argentina y se convirtió en una semilla de odio. Aunque nadie lo sabía entonces, faltaban pocos meses para que Juan Perón regresara de su exilio de dieciocho años. El gobierno de Alejandro Lanusse prometía elecciones libres, sin proscripciones. Sin las heridas de Trelew, acaso habría sido más fácil apagar los incendios que vinieron después. Pero aquel 22 de agosto se abrió una grieta inútil, y por allí fluyó la sangre de mucha gente.

Tomás Eloy Martínez
La Nación, Sábado 25 de Agosto de 2007